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domingo, 15 de diciembre de 2013

¿Cómo era el tráfico en el Londres del siglo XIX?



London Tower   Leonard Bentley.  Licencia CC
Los modelos de movilidad evolucionan acompañando a la sociedad. Con el tiempo algunos de sus problemas se transforman, otros desaparecen, pero también surgen nuevos inconvenientes a partir de los cambios que se producen con los diferentes medios de transporte que usamos en nuestros desplazamientos. No está de más echar una mirada retrospectiva a la movilidad que tenían nuestros antepasados en las grandes ciudades del siglo XIX. He encontrado un texto muy interesante de la ciudad de Londres que habla de este tema. Se trata de una descripción de la vida callejera de esa ciudad en 1890 realizada por el arquitecto inglés Ebenezer. H. Creswell. La cita ha sido extraída de la obra de Jane Jacobs Muerte y vida de las grandes ciudades (1961) editada recientemente por Capitán Swing Libros y traducida por Ángel Abad y Ana Useros. La autora tomó esta cita de la revista inglesa Architectural Review del número de diciembre de 1958. 

(Una pequeña aclaración para este texto; cuando se menciona el barro hay que entenderlo como un eufemismo...)


"En el Strand de aquellos días latía el corazón de Londres. Bordeado por un laberinto de callejas y patios, el Arenal lucía muchos pequeños restaurantes cuyos escaparates exhibían los alimentos más exquisitos: tabernas, bares, tascas, marisquerías, tiendas de embutidos y pequeños puestos comerciando con variedad de objetos curiosos y prosaicos artesanos, apiñados para llenar los espacios entre los muchos teatros... ¡Pero el barro! ¡Y el ruido! ¡Y el olor! Todas esas taras cortesía de los caballos... Todo el tráfico rodado de Londres -en algunas partes de la City era tan denso que no había manera de moverse- dependía del caballo: carros y carretas, galeras, furgones, autobuses, cabriolés y coches de cuatro caballos, carrozas y otros vehículos privados de todas clases, eran apéndices de caballos. Meredith cita el "anticipador hedor de los coches de punto" conforme el tren se acerca a Londres: pero el aroma característico -el olfato reconocía Londres con jovial excitación- provenía de los establos y cuadras que tenían por lo general tres o cuatro pisos y rampas de acceso en zig-zag en sus fachadas; sus desperdicios tenían los candelabros afiligranados de hierro forjado que glorificaban los salones de recepción de las clases medias altas y bajas de todo Londres incrustados de moscas muertas y, al final del verano, velados por nubes zumbantes de estos bichos.
La marca de caballo más rotunda era el barro que -a pesar de los numerosos mozos uniformados con casacas rojas que esquivaban ruedas y cascos armados de una cazuela y una escoba llenando tinas de hierro a los bordes de la calzada- inundaba las calles de sopa de guisantes que en algunas ocasiones formaba grandes charcos que rebasaban el nivel de las aceras y en otras cubría la superficie de la calzada con una guarnición de grasa de carro o con polvo y cáscaras de salvado para mayor entretenimiento de los viandantes. En el primer caso, los rápidos birlochos o cabriolés esparcían capas de la susodicha sopa salpicando, si no las interceptaban pantalones o faldas, la acera, hasta el punto de que las fachadas situadas a todo lo largo del Strand tenían en un plinto de dieciocho pulgadas de barro, decoración gratuita nada desdeñable. A las oleadas de sopa de guisantes se enfrentaban los carros del barro con dos tipos equipados como para navegar por los mares de Groelandia, con botas hasta el muslo, impermeables hasta la barbilla y gorros de marinero cerrándoles el cogote. "¡Eh que salpica!" El paseante tiene ahora barro en el ojo. La grasa de los ejes se combatía con coches-escoba mecanizados, tirados por caballos; los trasnochadores se encontraban con las mangueras disolviendo los residuos...
Y, después del barro, el ruido que, de nuevo debido al caballo, surgía como un poderoso latido del corazón en los distritos céntricos de Londres. Superaba todo lo imaginable. Las laboriosas calles de Londres estaban pavimentadas con adoquines de granito... Y el golpeteo de multitud de herraduras, el ensordecedor repiqueteo de las ruedas saltando de adoquín en adoquín como palitos corriendo por una verja; el crujir y el gemir y el chirriar de los vehículos, ligeros y pesados, maltratados de esta forma; el sonido discordante de las cadenas de los arneses y la estridencia y el retintín de todas las cosas concebibles o inconcebibles, aumentados por gritos proferidos por cualquier criatura del Señor que deseara hacer saber algo o preguntar a voz en cuello..., todo junto elevaba un estruendo inimaginable. No era algo desdeñable, como el ruido. No. Aquello era una inmensidad sonora."
Ebenezer Howard Creswell. 



Hyde Park
 Leonard BentleyLicencia CC





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