Hasta que el ferrocarril no se implantó por nuestras latitudes, viajar constituía una auténtica heroicidad, que bien podría considerarse una ardua tarea sólo emprendida por quienes tenían una verdadera necesidad o por aventureros y nómadas modernos con alma de beduinos dispuestos a jugar con su suerte.
En el siglo XVIII, incluso bien entrado el siglo XIX, viajar resultaba muy incómodo. Por los caminos de herradura era menester ir todo el día a la grupa de un caballo, un burro o un mulo, eso los más afortunados, porque la mayoría tenía que cubrir las distancias caminando.
Los vehículos rodados de entonces no tenían buenas amortiguaciones, de manera que el traqueteo de las ruedas se trasladaba por el coche a todos los huesos del cuerpo de los pasajeros; y al final de una larga jornada de viaje normalmente los intrépidos viajeros solían terminar con los "huesos molidos".