Este verano viajando en coche por Europa he pasado por algunos inconvenientes a la hora de desplazarme por las autopistas europeas que me han inducido a escribir el siguiente post. De repente podían aparecer largas colas de vehículos, como la que aparece en la fotografía superior, provocadas; no por accidentes o por simples atascos de circulación, sino porque la policía estaba buscando a alguien. En esas largas paradas me preguntaba si la movilidad y el derecho de circulación se respetan en su justa medida y los efectos colaterales que tiene cuando se elimina, aunque sea temporalmente.
De entrada los diversos niveles legales (europeo, estatal y regional) acreditan ese derecho:
- Art. 3 del Tratado de la Unión Europea (vigente desde 1999)
- Convenio de Schengen (1990)
- Directiva Europea 2004/38/CE
- Art. 19 de la Constitución Española (1978)
- Ley 339/1990 sobre el Tráfico
- Reglamento General de Circulación
- Ley de Movilidad 9/2003 (Cataluña) En otras comunidades autónomas también han desarrollado su propia legislación referente a la movilidad.
El derecho a poder circular libremente ha sido un logro social que se ha ido adquiriendo progresivamente a lo largo del tiempo. Durante la Edad Antigua los grandes imperios desarrollaron los primeros fundamentos de la movilidad a gran escala con el objetivo de dominar grandes extensiones de terreno. El concepto patrimonial que tienen los gobiernos sobre el territorio les induce a señalar claramente sus límites a través de puestos fronterizos o leyes diferenciadas de sus vecinos. La Edad Media fue el ejemplo más claro de este paradigma, imponiendo trabas a la circulación por los diversos gobiernos que jaloraran cualquier itinerario, en sus múltiples niveles; peajes para cruzar puentes, entrar en las ciudades, cruzar fronteras entre reinos, etc., y tenían que pagar tanto las personas, como los animales o las mercancías. Por suerte esa etapa ya está superada.
Pero la movilidad no implica solo el derecho a la libre circulación por tierra mar y aire también es un derecho transversal que afecta a todos los niveles de nuestra sociedad. No es simplemente el derecho que asumen y defienden los gobiernos con sus ciudadanos para que se puedan desplazar, también es el derecho que individualmente defienden las personas para obtener su bienestar a lo largo de las diferentes etapas de su vida: ancianos, niños, personas con minusvalías temporales o crónicas exigen su derecho a moverse y la sociedad tiene que garantizarlo. Progresivamente ese derecho se ha reconocido en diferentes ámbitos sociales de forma legal y presupuestariamente por los gobiernos, a los que nosotros, como parte de la sociedad, debemos exigir que cumplan. Sin embargo el derecho a la movilidad, poco a poco, se ha ido asentando en nuestra sociedad a través de los cambios en las infraestructuras que construimos, a través de todo un corpus legislativo y de una constante concienciación ciudadana que lo lleva más allá del concepto de libre circulación. La movilidad ya se está convirtiendo en algo similar a la salud, que es maravillosa si no se nos estropea. La movilidad es una de las facetas más relevantes de la libertad del individuo; porque cuando esa movilidad falla es cuando nos damos cuenta de lo insignificantes que somos en este sistema social que hemos construido.
Los medios de comunicación ponen de manifiesto esta necesidad social, indirectamente, cuando en sus noticiarios de forma recurrente informan de dos temas: el tiempo y el tráfico; conceptos que no podemos controlar como quisiéramos, pero que necesitamos conocer para movernos. Cuando nos vamos a desplazar asumimos que existen incertezas que pueden afectar a nuestra movilidad.
Que la movilidad es un derecho se demuestra también con la utilización que de él se hace cuando se restringe o elimina. Y si no que se lo pregunten a cualquier manifestante, que sabe la incidencia social que tienen las restricciones de tráfico: bloqueando las carreteras y las autopistas, ocupando las pistas de un aeropuerto, impidiendo el tránsito de determinados productos con piquetes, circulando a velocidades reducidas formando atascos o simplemente reduciendo el flujo de los transportes públicos. Con todo ello se busca crear una anomalía en el sistema de circulación que atraiga la atención de los medios de comunicación y permita llegar al gran público la reclamación de unos intereses particulares, para crear una presión social sobre los responsables que han de tomar las decisiones; los cuales son más proclives a tomarse en serio los problemas laborales cuando éstos sobrepasan los lindes de su empresa y el foco mediático se centra en ellos y en la gestión que han realizado hasta llegar a esa situación de ruptura.
Pero hay más actores que nos recuerdan nuestra vulnerabilidad para desplazarnos, como son los poderes públicos, especialmente sus funcionarios: cuando por razones de seguridad bloquean las autopistas, las carreteras, las vías de tren, los puertos y los aeropuertos; cuando nos otorgan permisos administrativos para circular, previo pago claro, no hacen otra cosa que recordarnos quienes son los garantes y los gestores del sistema de circulación.
Las catástrofes naturales y humanas como: incendios, guerras, inundaciones, terremotos o huracanes que destrozan las infraestructuras y restringen o impiden nuestro desplazamientos, aunque sea temporalmente, demuestran que aún con toda nuestra potencia tecnológica nuestra sociedad todavía es vulnerable en los desplazamientos de sus individuos, sus mercancías e incluso su información. Pero el avance de este derecho de circulación, como lo es el del derecho a la salud, se convierten en marcadores del grado de desarrollo alcanzado en las sociedades modernas. En mi opinión la correcta implantación de estos dos derechos resultan unos indicadores mucho más explícitos del nivel de bienestar social que los económicos (como el producto interior bruto o la renta per cápita), pues aún siendo necesarios no son tan finalistas como la salud y la movilidad que disfrutan los individuos de una sociedad desarrollada.
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